La tercera entrega de mi espía favorito, Falcó, sigue la senda de las
dos novelas anteriores (Falcó y Eva). Lorenzo Falcó sigue siendo un
antihéroe, despiadado, chulo y sin afectos (salvo quizá uno). Pero incluso así,
me gusta.
Falcó se mueve por dinero, y está a sueldo de la España nacional,
de la España rebelde con la que él no está ni de acuerdo ni en desacuerdo, su
corazón no está con ellos ni con la República. Ahora bien, le pagan, le pagan
bien y a su sueldo está.
En esta ocasión, Lorenzo Falcó se dirige al París de la primavera
de 1937, donde tiene dos misiones que van de la mano, pues deberá relacionarse
con las mismas personas para llegar a culminarlas: desacreditar a un escritor
francés, brigadista internacional, comunista sin carné, para que sus propios “amigos”
acaben con él; por otro lado, deberá contactar con Picasso, que está pintando
el Guernica, y destruirlo, con el fin
de que no se convierta en un símbolo de la España republicana.
Allí se instalará, y con su característica flema y su saber estar,
contactará con la noche parisina, intentando culminar sus tareas, unas mejor y
otras peor…
Parece ser que Pérez Reverte va a tomarse un descanso con este
personaje al que no llamaré entrañable (porque no lo es en absoluto) aunque sí
carismático. Le pediría que el descanso no fuera muy largo, me encanta seguir
los avatares de Falcó.
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