Una anciana es asesinada en su
casa en San Petersburgo. En la casa no había nada que robar, salvo quizá dos
estatuillas antiguas y, más importante para muchas personas, las notas e ideas
elaboradas por su hijo, un genio matemático, acerca del teorema de Fermat.
La policía acusa al hijo, pero
pronto una antigua profesora de matemáticas suya interviene para hacer ver a
las autoridades que dicha acusación no tiene sentido. La profesora es
persistente y sigue investigando, hasta que llega finalmente a la verdad, que
efectivamente no tiene que ver con algo tan prosaico como unas antigüedades.
Entre medias, una historia del
teorema desde que Pierre de Fermat, allá por el siglo XVII, dijo haberlo
demostrado, hasta la maravillosa demostración de Andrew Wiles de 1995. Demostración
que al protagonista de nuestra novela no le pareció lo suficientemente bella…
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