La segunda parte de Ocho
primos estuvo en mi casa cuando yo era niña, y recuerdo con mucho cariño lo
que sentí por estos jóvenes primos, que han crecido tras unos años, y ahora
tratan de cumplir sus sueños.
Rosa vuelve de un viaje de dos años con su tío Alec y su fiel
amiga Phoebe, y el contexto familiar al que vuelve ya no es el mismo que dejó. Es
una joven casadera, y como rica heredera que es, su familia querría que se
casara con uno de sus primos, con el fin de que la fortuna permaneciera en la
familia. Ella no quiere precipitarse y se dedicará primero a divertirse y después,
a las labores filantrópicas que le apasionan.
Su primo Charlie, perdidamente enamorado de ella, tratará de
conquistarla. Pero sus exigencias, junto con la dependencia cada vez mayor que
tiene el divertido joven con respecto al alcohol, entorpecerán sus fines, pues
Rosa debe ante todo respetar a su amado.
Por otro lado, Phoebe y Archie, el primo mayor y responsable, se
enamoran. Pero Phoebe no tiene fortuna y el noviazgo será rechazado por la
familia, y la orgullosa Phoebe saldrá al mundo a labrarse un nombre y un futuro
al que renunciar por amor (en su día no me di cuenta del machismo intrínseco
que se esconde en este asunto).
Rosa va floreciendo y tendrá que encontrar el amor para sentirse
realizada (otro machismo más). Pero hay que tener en cuenta el momento en el
que esta novela se escribió, hace ciento cincuenta años, y quizá nos demos
cuenta de que al menos, estamos hablando de mujeres de fuerte carácter pero
que, tristemente, supeditan todo al amor de un hombre.
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