Oí hablar de este libro a
Clara Grima en Las que cuentan la ciencia. Esta matemática y divulgadora
nos deleitó, y divirtió, a todos los que allí nos encontrábamos, con un
monólogo muy divertido a la vez que ilustrador, sobre cómo el cálculo de la
longitud se convirtió en un problema de difícil solución a bordo de un barco
hace unos cuantos siglos. Y de cómo el imperio británico decidió convocar un
premio para quien consiguiera calcular de una manera muy exacta la longitud,
con el fin de evitar los fracasos varios y los hundimientos de barcos que se
habían producido por errores de cálculo.
Lo que no preveían los
británicos era que fuera un relojero, un simple relojero, quien resolviera el
misterio. Los grandes matemáticos y astrónomos de la época comenzaron a hacer
cálculos basándose en las posiciones de las estrellas, la luna y el sol. Pero
era suficiente con tener un reloj que no atrasara ni adelantara, un reloj que
pudiera viajar, sufrir frío, calor y movimientos bruscos pero siempre diera la hora
correcta…
La historia del relojero
Harrison, su búsqueda de la exactitud y sus disgustos para ver reconocido el
valor de su invento nos es contada de manera muy amena en este libro.
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