Empecé con este séptimo libro de la saga del Departamento Q, y
decidí dejarlo y releer los seis anteriores. No tanto por el crimen en sí que
aquí se investiga (como siempre, un antiguo homicidio) sino porque no recordaba
muy bien en qué momento vital habían quedado mis queridos Carl, Assad y Rose.
Carl sigue siendo como es, un policía desencantado con un corazón
de oro, que mantiene en su casa a Hardy, su antiguo compañero que fue
tristemente tiroteado y ahora sólo puede moverse en silla de ruedas. Assad
continúa siendo un misterio incluso para Carl, tras nueve años trabajando
juntos. Y Rose, la frágil Rose, comienza a comportarse de manera extraña,
incluso para su habitual forma de ser.
El asesinato de una anciana en un parque se asemeja en el modus
operandi al de una joven maestra hace aproximadamente quince años. En el
Departamento Q tratarán de hilar ambos casos.
Mientras tanto, hay una asistenta social frustrada, harta de
trabajar con jóvenes que no quieren ni estudiar ni trabajar y que sólo se
aprovechan de las ayudas públicas. Cuando le diagnostican un tumor en el pecho,
todas sus prioridades cambian y decide convertirse en un “ángel vengador” que
dará su merecido a esas vividoras.
Sorprendentemente, ambos asuntos acabarán teniendo ramificaciones
comunes, y comunes también con la vida pasada y actual de Rose, quien se verá
en una situación límite como jamás había experimentado.
Como siempre, una excelente novela negra.
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