Comencé este libro guiada por el rumor de que
Dean Koontz había predicho el coronavirus, inventando una cepa de un virus
llamado Wuhan-400 desarrollado en esa misma ciudad, cuya trama se desarrollaba
en 2020. Sentí curiosidad y allá fui.
Ya al comenzar me di cuenta de que algo no
cuadraba. ¿2020, y teléfonos analógicos exclusivamente? Estaba ambientada en la
época en la que se escribió, 1981. Pero todavía podía ser real lo del virus de
Wuhan.
La historia es buena: una joven madre, Tina,
que vive y trabaja en Las Vegas ha perdido a su hijo en un estúpido accidente
de montaña, hace ya un año, junto con su grupo de excursionismo. Ella ha
asumido ya su pena y su duelo, pero empieza a tener unos preocupantes sueños
relacionados con su hijo y donde él está vivo y pide ayuda. Si a esto se añade
que empiezan a suceder a su alrededor fenómenos extraños (bajadas bruscas de
temperatura, escrituras sin explicación, muebles y enseres movidos…), Tina
quiere asegurarse de que su hijo está muerto, y necesita ver su cuerpo, cosa
que no le recomendaron en su día.
Pero cuando, con la ayuda de su reciente
pareja, que es abogado, trata de conseguir la exhumación del cadáver, empiezan
a suceder cosas inquietantes, tales como el intento de asesinato de ambos.
Huyen y solo pueden huir hacia adelante, guiados por una serie de indicios y
premoniciones que solo pueden partir del niño presuntamente muerto…
Y sí, hay un virus, y sí, es un virus letal, pero
Wuhan no aparece por ningún lado… De hecho el virus es ruso (estamos en plena
guerra fría). Por tanto, que los bulos de Internet, me han engañado, pero que a
cambio he leído una buena novela de Dean Koontz, autor que siempre me ha
gustado.
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