Lorenzo Silva cambia de asunto
pero no de estilo. En esta ocasión, la novela se desarrolla en dos momentos muy
definidos, alejados en el tiempo en aproximadamente veinte años. Por un lado,
la inmersión de un joven dolido y desarraigado en el entramado de la lucha
contra la violencia terrorista, pero la lucha ilegal, la que tortura y mata
exactamente igual que sus víctimas, protegidos por la Compañía, escisión de las
fuerzas de seguridad del Estado que operan por su cuenta, dirigidos por no se
sabe bien quién.
Púa es el apodo que,
dentro de la organización, tiene el protagonista. Su compañero de fatigas es
Mazo, quien será el responsable de que, veinte años después y desactivado por
completo, Púa vuelva a resurgir para proteger precisamente a la hija de Mazo,
quien tiene malas compañías y ha empezado a prostituirse.
Saltando capítulo a capítulo
al pasado o a la época actual, Silva hace un retrato magistral del carácter de
un hombre roto, un hombre que pudo haber sido una persona normal si las circunstancias
hubiesen sido otras. A la vez que mantiene la intriga con los sucesos que se
van desarrollando a toda máquina en la época actual.
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