De vez en cuando siento la tentación de volver a los clásicos, y
vuelvo a ellos. Jane Eyre llegó a mí hace muchísimos años, quizá treinta, y
cada vez que lo releo descubro un matiz novedoso, descubro algo nuevo que
admirar en esta atípica heroína, fea y pobre, pero magnífica.
La historia es de sobra conocida. Una niña desgraciada, huérfana,
es enviada por su familia, que no la quiere, a un asilo benéfico. Allí su
instrucción se completará y llegará a ser maestra, pero su espíritu inquieto la
llevará a buscar como ella misma dice “una nueva servidumbre”.
Esta servidumbre la encontrará en Thornfield, como institutriz de
una pequeña francesa, hija natural de una bailarina, y acogida por caridad por
el señor Rochester. En Thornfield encontrará primero la paz y la seguridad, y más
tarde el amor, pues la admiración que siente por su patrón pronto se tornará en
una pasión que por más que ella intente apagar, no puede conseguirlo.
El amor prende también en el señor Rochester, y cuando parece que
la vida les va a sonreír en forma de boda y felices para siempre, cae la losa
sobre la felicidad: el enamorado está casado con una mujer loca, y el matrimonio
es imposible.
Jane huye, pues su carácter recto le impide convertirse en la
amante de su amado, y huye sin pedir nada, sin llevarse nada, huye casi como
una pordiosera… Jane es una heroína que deja a su amor por sus convicciones,
por el respeto que se debe a sí misma… Jane es simplemente magnífica.
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