jueves, 28 de junio de 2018

Un mundo sin fin



La segunda entrega de Los pilares de la tierra da un salto de doscientos años aproximadamente en la historia de Inglaterra, y en concreto en la historia de Kingsbridge. Pero el fondo sigue siendo el mismo, aunque matizado por la época que se narra.
En Kingsbridge sigue habiendo un priorato y un prior, pero también hay una orden de monjas con una priora. Sigue habiendo buenos y malos y también algunos personajes que pueden ser buenos o malos según les convenga.
Por un lado, está la historia de amor entre Merthin, quien se convertirá en constructor de la torre de la iglesia, y Caris, una joven hija de comerciante que, por la conspiración de sus enemigos, se verá obligada a recluirse en el convento y renunciar a su amor. Por supuesto, esta renuncia no es completa y a lo largo de los años, los vaivenes de la historia llevarán el hilo conductor de la trama.
Por otra parte, no podía faltar el malo malísimo, en este caso Ralph, el hermano de Merthin. Despiadado, ambicioso y cruel, conseguirá casi todo lo que desea, bien amañando asuntos o bien tomándolo por la fuerza.
Capítulo aparte merece la vida de Gwenda, una joven poco agraciada pero lista y capaz, que siendo sierva vivirá toda su vida bajo el yugo de esa servidumbre, pero sin arredrarse jamás y haciendo gala de una gran fortaleza.
Como trasfondo de casi toda la novela, está la amenaza pendiente de la plaga de la época: la peste. Enfermedad que azotará de manera despiadada a Europa y más concretamente a Kingsbridge, a pesar de la dedicación y sabiduría de la madre Caris.

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