Dejé a Manel, a Lucía y a Viktor a bordo de un barco al final de
la segunda entrega de Apocalipsis Z, hace ya un tiempo. Ahora, he retomado la
historia, como ya la llamo, de los “zombies gallegos”.
Los tres supervivientes de la crisis que se desató en Tenerife
navegan sin rumbo fijo cuando son rescatados por un petrolero. Una vez allí,
comprueban que sus salvadores proceden del sudeste estadounidense, de una
ciudad donde el reverendo Greene ha conseguido poner a salvo a una población. Una
vez en la ciudad, comprueban que la raza blanca se ha hecho con el poder, mientras
que negros, chicanos y mestizos (denominados ilotas) son los esclavos y la mano
de obra que se encarga del trabajo sucio (suministros y lucha con los No
Muertos). Cuentan con el petrolero que les salvó, y con petróleo de la costa
africana. Y, lo más importante, cuentan con un remedio frente a la infección. Un
remedio que no es una cura, pero sí un tratamiento que convierte la enfermedad
en crónica, mediante un hongo fácil de reproducir y transportar, con lo que el
medicamento está al alcance de todos.
Pero la crisis está a punto de producirse cuando ellos llegan,
pues las condiciones de los ilotas han llegado a un punto, reducidos a un
gueto, en el que sólo pueden rebelarse o morir.
Ágil y bien elaborada, la tercera y última entrega de Apocalipsis
Z engancha desde el principio. Al menos a mí, una fiel seguidora de Rick,
Daryl, Michonne y compañía en The Walking Dead.
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