Mis recuerdos de niñez
comienzan con esos veranos largos, cálidos y de días repetitivos y
maravillosamente iguales, dando vueltas por Horcajo de la Ribera. Éramos niñas,
éramos primas, éramos amigas, y ahora, casi cincuenta años después, somos
mujeres, y seguimos siendo primas y amigas.
Recuerdo ir a buscar a mis
primas a su corral, a casa de sus abuelos, tía Petra y tío Felipe (en mi pueblo
se llamaba tío y tía a toda persona de edad, fuera o no de tu familia). Para mí
eran ya ancianos, aunque hoy sé que rondaban los cincuenta y tantos, y siempre
estaban por allí. La abuela con sus hijas (mi tía Basi y su hermana Goyi), atareada con la casa y con los
animales, y el abuelo podía aparecer en cualquier momento o encontrárnoslo en nuestras
correrías pueblerinas, con las vacas, con el caballo, siempre cariñoso y amable
con las amigas y primas de sus nietas.
Ayer leí de tirón su biografía,
en apenas un par de horas, y aprendí varias cosas. Pude apenas intuir lo que
tuvo que ser para él, y para mi padre, y para mi abuelo, y para muchos niños de
Horcajo de la Ribera, irse de su casa con diez, once o doce años para cuidar
ganado lejos de su casa. Pude sospechar la pena que sintieron, él y otros
muchos, por alejarse de su madre, de su padre, de sus amigos, para sufrir frío,
hambre y necesidad. Y aprendí a admirar un poco más a toda una generación de
hombres que vivieron una niñez muy triste, una niñez de pastores trashumantes
que hoy no podemos ni imaginar. Y por extensión, admiré a las mujeres a las que
dejaron atrás, en el pueblo, y que se hicieron cargo de los niños, de la casa,
de los animales domésticos y de los cultivos, y mantuvieron a flote la familia.
Tío Felipe ha tenido una
vida muy larga (102 años), con etapas más felices y menos felices, como él
mismo reconoce en su biografía. Sus años más felices fueron los que pasó en
Horcajo de la Ribera, después de dejar la trashumancia, con su mujer, la única
mujer a la que ha querido y que desgraciadamente falleció dejándolo viudo hace
ya casi treinta años. Pero él siguió disfrutando de sus hijas y sus nietos, y posteriormente
de sus bisnietos. Lo recuerdo en esta última etapa con buen humor, siempre
amable, siempre parándose a charlar con mi marido y conmigo en cualquier rincón
del pueblo que nos lo encontráramos, acordándose de todo, y aunque ya hace años
que no lo veo, pregunto muy a menudo a mis primas por su salud.
Recuerdo lo que me dijo
tío Felipe en el entierro de mi tía Basi, su hija mayor, hace ya más de ocho
años: “ay, hija, por qué no habré sido yo”. Supongo que todo padre o madre piensa
lo mismo cuando entierra a un hijo. Fue un día tristísimo, un 24 de diciembre
que no se me olvidará. Tío Felipe era ya nonagenario, pero le quedaban aún cosas
por vivir. En primer lugar, ver crecer a sus cuatro bisnietos, que hoy son ya
adolescentes. Una pandemia, durante la que sufrió la soledad y la incertidumbre
que sufrieron todos nuestros mayores. Y le quedaba una tarea aún muy
importante: contar su vida para convertirse en altavoz de un pueblo y de una
generación a la que tanto le debemos.
Gracias, tío Felipe, por
este testimonio vital. Sus bisnietos, Sofía, Marta, Paula y Nicolás; sus nietos,
Elena, Laura y Pablo; sus hijas Goyi y Basi (desde allá donde esté), le
aplauden y se sienten orgullosos. Y con ellos, acompañándoles, todos los que
tenemos un trocito de nuestro corazón en Horcajo de la Ribera.